Un anciano Persa de nombre Ali Hafed vivía en las proximidades del Indus. Ali Hafed poseía un gran territorio agrícola. Tenía huertas, campos de cereales, y jardines. Tenía dinero, era rico y estaba satisfecho. Satisfecho porque era rico y rico porque estaba satisfecho.
Un día, el viejo agricultor persa recibió la visita de un anciano sacerdote budista, un sabio de Oriente. El sacerdote se sentó al lado del fuego y le contó, al viejo agricultor, cómo había sido creado nuestro mundo. Le dijo que este mundo no era, en el principio, más que una nube de bruma. El todo poderoso con sus manos en esa bruma y comenzó a darle vueltas, primero lentamente, y luego, cada vez más rápido hasta que al fin, la nube en su turbulencia se transformó en una bola de fuego. Enseguida, esta bola rodó por el universo, atrayendo al pasar, otras nubes de bruma, condensando así la humedad exterior hasta que cae un torrente de lluvia sobre su superficie tórrida, refrescando la corteza exterior. Entonces, el fuego interior, borboteando hacia el exterior, atraviesa la corteza exterior y, forma montañas y colinas, valles, planicies y praderas de nuestro maravilloso mundo. Si esta masa fundida borboteaba y se refrescaba rápidamente, se tornaba granito; si, menos rápidamente en Cobre; si mucho menos rápido, Plata; si menos rápido aún, Oro, y después del oro, los diamantes vieron la luz del día.
El viejo sacerdote dijo:
- Un diamante es una gota de luz solar, congelada.
Ahora bien, esto es literalmente exacto en el plano científico: un diamante es un depósito de carbono, proveniente del sol.
El viejo sacerdote dijo a Ali Hafed que si él poseía un diamante tan grande como una pulgada, él podría comprar el condado, y que si poseía una mina de diamantes, podría asegurar a sus hijos sobre los reinos gracias a la influencia que le daría su gran riqueza.
Ali Hafed escuchó todo sobre los diamantes y su valor, y era un hombre pobre cuando fue a acostarse esa noche. No había perdido nada pero era pobre porque se preocupaba de temor de ser pobre. Él decía: “Quiero una mina de diamantes” y soñó con ello toda la noche.
Temprano en la mañana, fue a ver al sacerdote. Sé por experiencia que un sacerdote se indispone mucho cuando se le despierta muy temprano en la mañana. Ali Hafed interrumpe al sacerdote, disipándose sus sueños y le pregunta:
- ¿Vas a decirme dónde puedo encontrar los diamantes?
- ¿Los diamantes? ¿Qué quieres hacer con diamantes?
- Pues bien, yo quiero ser inmensamente rico.
- En ese caso, anda y encuéntralos. Es todo lo que tienes que hacer: anda en su búsqueda. Ellos te seguirán.
- Pero yo no sé a dónde ir.
- Y bien, si tomas la corriente de un río a cuyo curso hay, arena blanca, y va por entre las altas montañas, encontrarás siempre los diamantes en la arena.
- No creo que existe un río así.
- ¡Oh!, Sí, hay muchos. Todo lo que tienes que hacer es partir enseguida en su búsqueda. Los diamantes te seguirán a ti.
Ali Hafed respondió: - Parto enseguida.
De esta forma, vendió su finca, reunió su dinero, confió su familia a un vecino y partió a la búsqueda de diamantes.
Comenzó su búsqueda, en los montes de la Luna. Luego, tornó hacia Palestina, erró por Europa, luego al fin, cuando hubo gastado todo su dinero, cuando estaba hecho andrajos, pobre y menesteroso, estaba al borde de la bahía de Barcelona en España, donde una inmensa mareada hecha por tierra los pilares de Hércules. El pobre hombre, afligido, sufriente, moribundo, no puede resistir la horrible tentación de lanzarse a las olas que venían hacia él. Sube hasta la cresta de una de ellas, para no volverse a levantar.
El hombre que había comprado los territorios de Ali Hafed lleva su camello al jardín para darle de beber. Como el camello se inclinó hacia las profundidades del riachuelo, el sucesor de Ali Hafed nota un curioso destello de luz proveniente de la blanca arena a la orilla del agua. Retira una piedra negra que tenía un ojo tan luminoso que reflejaba todas los matices del arco iris. Lleva la piedra a la casa, la guarda bajo la chimenea central y la olvida.
Algunos días más tarde, el viejo sacerdote viene a visitar al sucesor de Ali Hafed. Desde que abrió la puerta del salón, nota el fulgor luminoso proveniente de debajo de la chimenea, se precipita y grita:
- ¡He aquí un diamante! ¿Ali Hafed ha vuelto?
- Oh , no. Ali Hafed no ha vuelto, y eso no es un diamante. No es sino una piedra que encontré justo allí, en nuestro propio jardín.
- Pero, insiste el sacerdote, te aseguro que sé reconocer un diamante cuando veo uno. Estoy seguro que se trata de un diamante. Entonces se precipitaron ambos, hacia el viejo jardín, removiendo la arena blanca con sus dedos, y he aquí que aparecieron otras gemas, más bellas y preciosas que la primera.
Es así, y es la pura verdad, como fue descubierta la mina de diamantes de Golcanda, la mina más maravillosa en toda la historia de la humanidad, supera las minas de Kimberley, en Australia. El Koh-i-Noor, que adorna la corona de Inglaterra, el Orloff, el diamante más grande del mundo ostentado por la corona Rusa, y provenientes estos últimos, de la mina de Golcanda.
-Si Ali Hafed se hubiera quedado en su casa, y hubiera examinado su propio campo de arena o en su propio jardín, hubiera sido el poseedor de las “minas de diamante” en lugar de sufrir la extrema pobreza, el hambre y terminar suicidándose en un país extranjero. Pues cada hectárea de esta vieja finca, sí, cada milímetro de tierra, ha provisto desde ese entonces de piedras tan preciosas que, han adornado las coronas de los monarcas.
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